Alguien abría la
puerta y lo encontraba tendido en el suelo, con la boca y los ojos abiertos. Llevaba
una semana en esa misma posición junto a la vieja escalera comunitaria. Iba a
tapar con masilla una grieta del techo cuando ocurrió el desafortunado
incidente. De no ser así, habría cumplido sesenta y dos años.
Casi un mes antes, la
vieja del quinto lo escuchó discutiendo con el vecino del sexto, algo
impensable. Llevaban muchos años en el bloque y hasta habían sido pacientes de
su marido. Nunca los había visto llevarse la contraria de aquella manera. Eran
uña y carne. Ella misma, de manera no muy velada, había llegado a sugerir en
ciertos corrillos para tomar el café que, tal vez, pudiera haber algo más.
Por el contrario, el
individuo estrafalario del tercero que aseguraba poder contactar con los espíritus
a través de sus últimas pertenencias pocas veces se había cruzado con él. Y,
sin embargo, tuvo una visión. El residente del ático estaba subido a una
escalera junto a una sombra. Estaban sobre una grieta y discutían
ininteligiblemente. De repente, el residente caía dentro de ella y la sombra huía.
El futuro, pensó. Debo avisar del peligro, pensó. Pero al salir del baño pudo
oír cómo la policía y los paramédicos subían ya por las escaleras.
Tres semanas
después, se encontraba en lo alto de aquella misma escalera que había visto en
el sueño, bien agarrado y con los ojos en blanco. Era el último objeto con el
que había estado en contacto el fallecido. Se sentía algo incómodo porque el
viejo barbudo del sexto lo escrutaba desde abajo con escepticismo. Entonces, vio
algo: la grieta, todavía más grande. ¿Qué significaba? Estuvo varios minutos en
silencio, concentrándose, pero no vio nada más. Ni la sombra ni la muerte. Sólo
aquel desgarro inmenso.
Las palabras del
médium no pudieron calmarlo. Había sido absurdo consultarle a aquel
engañabobos, pero estaba destrozado. La pelea había sido una estupidez que ya
no podía corregirse. Eran tiempos difíciles y aquellos temas eran delicados aun
entre amigos. Llevaban dos semanas sin hablar cuando pensó en subir a pedirle
perdón y zanjar el asunto, pero el orgullo lo frenó y decidió esperar una
semana más. Con la excusa del cumpleaños subiría con el sobre, abriría con su
copia de la llave, él lo miraría sorprendido y acabarían haciendo las paces.
La semana de espera
se le hizo larga. Estaba irritable porque la vecina de abajo le hacía
insinuaciones insoportables de las que tampoco podía culparla. Sabía que la viuda
del doctor cada día estaba peor de la cabeza, que había empezado a utilizar el
estetoscopio de su marido para escuchar a través de las paredes. Haría unos dos
meses que la pilló espiando con él, en batín, la puerta del 2ºA. Lo que
desconocía es que, encaramada a la escalera de la comunidad como un loro, lo
había utilizado para oír la última discusión que tuvo con su difunto amigo del
alma.
Ella estaba
convencida de haber escuchado las palabras "prohibido" y "amor",
de manera muy similar a como había sucedido en la telenovela de la sobremesa. Y
del mismo modo, la historia sólo podía acabar mal porque era algo contranatura.
Sin ir más lejos, cinco semanas antes, la inquilina del segundo había estado a punto
de matarse mientras intentaba cambiar una bombilla. ¿Qué otra cosa cabía
esperar de una mujer soltera realizando las tareas destinadas a un marido?
Pero el problema era
otro y la arrendataria del 2ºA no se sorprendió cuando el tercer escalón de la
escalera se soltó y casi se descalabra. Los objetos comunitarios amontonados en
el cuarto de contadores daban pena pero nadie iba a dar un euro por renovarlos.
En su propia casa, había aparecido una mancha de humedad en el techo, que se
estaba agrietando. Para acabar de redondearlo, su hijo había empezado a tener
dificultades con los estudios y no sabía cómo ayudarlo. Todo se resquebrajaba.
Había intentado
reunirse con el director de la escuela. Nada. Había intentado contactar con la
inmobiliaria propietaria del piso de arriba por el tema de la mancha. Nada.
Había expuesto sus quejas al presidente de escalera pero el cincuentón había
minimizado el asunto. Era desesperante. Ella no pensaba esforzarse más. Con
unos clavos, apañó el peldaño suelto y se desentendió.
Recogidas las
mediciones, el revisor de la luz se enganchó el jersey al salir por culpa de las
púas que sobresalían de la escalera de mano. Del estirón, la escalera cayó con
un crujido, haciéndole un siete en la manga. Maldijo todo lo maldecible. Pensó
en subir a quejarse a algún vecino, pero en aquel momento escuchó los gritos de
dos hombres que habían salido al rellano. Estaban en una de las plantas más
altas pero se les podía oír discutir por temas de dinero. Se lo pensó mejor y
se marchó.
Dos meses después de
que hallaran el cadáver, el presidente de escalera seguía de los nervios. ¿Y si
alguien se enteraba? Pero no había manera posible. No lo había tocado, estaba
seguro. El hombre se había exaltado solo. Había empezado a hacer aspavientos
con los brazos y eso había hecho que el peldaño se soltara y perdiera el
equilibrio. Él sólo estaba allí cumpliendo con su deber de cobrar las
mensualidades atrasadas porque siempre le daba largas.
Era un moroso que había
llegado a discutirse con el único vecino que todavía le aguantaba esos
desplantes, el comunista. Incluso había oído que era homosexual. No era trigo
limpio, y casi mejor así: una mala hierba menos. Le echó otro vistazo a la
propuesta del 2ºA (otra que tal) y empezó a cuadrar un presupuesto. Si se lo
pedía al de la última vez, y añadiendo algunas reformas para el ascensor, podría
sacar un buen pico.
Cuatro meses y medio
después, ya nadie hablaba de la muerte del vecino del ático. Los nuevos
inquilinos del 5ºA habían oído algún comentario por parte de la vecina de
enfrente, pero la pobre mujer parecía algo ida. Subido uno de ellos a la nueva escalera
comunitaria de aluminio, mientras guardaba cosas en los altillos de los
armarios, vio la grieta que se estaba abriendo. Convino con su pareja que debían
comunicárselo sin falta al casero, aunque tampoco se sintieron preocupados. Siendo
éste el presidente de la escalera y viviendo en el piso de abajo, no tardaría
en solucionarlo.
Un semana después,
cuando se disponían a comentarle nuevamente el tema de la reparación al casero,
pues había empezado a formarse algo de humedad, se encontraron a la anciana en
el descansillo, con el estetoscopio colgado del cuello. Iba con sus hijos, que
la acompañaban a una residencia. Fue un cara a cara extraño e incómodo y no
supieron qué decir. La señora miraba desorientada. Sus ojos les recordaron a
aquel tipo que se habían encontrado en la entrada del edificio el día del
traslado.
El tipo había vuelto
de un año sabático en México y se lo había encontrado todo cambiado. Unos
entran y otros salen, dijo. Su padre le puso al día de todo, de los nuevos
inquilinos del quinto y de la más que posible marcha de la viuda. Los hijos buscaban
residencia para la madre después de que el vecino del sexto les hubiera avisado
de su conducta errática y advertido del peligro que corría estando sola.
Su padre le había
informado, además, de que el vecino del último piso había muerto al caerse de
la vieja escalera comunitaria. Como presidente, había decidido llevar a cabo
una derrama y renovar el material comunitario, y de paso adecentar el ascensor.
Sí, todo era distinto. Lo único que seguía igual era el estudio con sus cuadros,
esperándole. Sus padres se lo habían conservado bien. Esperaba ser capaz, por
fin, de volver a pintar.
Mientras le daba las
últimas pasadas con la brocha a los rincones del techo, el hombre del mono azul
pensaba en la pobre mujer mayor que se había encontrado en la entrada. Sus
hijos la llevaban a un asilo. Qué vida más triste, donde se olvidan de uno de
esa manera, apartándolo de la vida como un trasto viejo. No dudo en entregarles
una tarjeta por lo que pudieran necesitar. Él estaba para eso, para ayudar. Se
encargaba de reformar pisos para su venta posterior, por poco dinero y, si era
preciso, en negro.
Tapaba grietas,
pintaba, hacía empalmes, cualquier chapuza. Cada vez que iba a un nuevo bloque
de viviendas, creía ser incapaz de sorprenderse, y siempre se equivocaba. Antes
de entrar, vio en la puerta de enfrente a un individuo extraño, agarrado a un
trozo viejo de madera lleno de clavos retorcidos e hilachos de lana, con los
ojos en blanco. La sombra, repetía, la sombra. ¿Qué significaba todo aquello?
La juventud loca y los viejos en los asilos. Qué vida más triste.
Por fin, el hijo del
presidente pareció satisfecho. En apenas un mes estaba a punto de concluir un
cuadro. Todo estaba en aquel lienzo a falta de una estocada mortal: la vida
como un garabato inexplicable y casual, como una grieta enorme y misteriosa que
sólo se abre más y más a cada intento de comprenderla, un camino que... una
senda... un... bloqueo, otra vez. Tendría que pedirle más dinero a sus padres.
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